¿De dónde viene esa costumbre de vacacionar?

Aunque se tiende a pensar que es un invento de los tiempos modernos, en realidad existen antecedentes en la antigua Roma e incluso en la Edad Media

La necesidad de ponerse al fresco durante el verano no es una novedad. Ya los ricos romanos huían de la Ciudad Eterna en los períodos caniculares (adjetivo que designa el período del 24 de julio al 24 de agosto, cuando sube al firmamento la estrella Sirio, también llamada «pequeña perra» en latín: canícula).

A imagen de sus emperadores, como Adriano que se hizo construir una espléndida villa en Tivoli, los romanos querían escapar de la malaria y otras enfermedades propagadas por los mosquitos en la región pantanosa del Lacio. Sabemos lo que les costó a los que eligieron para su verano a la tranquila estación de Pompeya, en el Golfo de Nápoles, en el año 79…

Mucho más tarde, las elites medievales también fueron aficionadas a escaparse de sus ciudades de olores pestilentes. Incluso los obispos tendían a hacerse construir en la campaña residencias de placer, aunque fortificadas (nunca se sabe). Lo mismo para los ricos burgueses de las ciudades italianas cuyas casas de campo todavía atestiguan su opulencia.

La Edad Media en las rutas

La Edad Media no practica las vacaciones en el sentido del farniente (en italiano, no hacer nada). Había muchos días de reposo, pero eran para la buena causa, a saber, orar y recogerse.
A imagen de los rabinos judíos, que prescriben el reposo semanal del Sabbat (sábado) a fin de que el hombre evite caer en la esclavitud del trabajo, los clérigos de la Iglesia recomiendan a todos abstenerse de todo trabajo en la medida de lo posible el día del Señor (en latín, «dies Dominicus», lo que dio origen a la palabra domingo).
La Iglesia multiplica por otra parte los días feriados con todos los pretextos: fiesta del santo votivo (el patrón de la parroquia) y otras fiestas religiosas, de suerte que el año termina teniendo más días feriados que laborales. Nada que ver con el pensamiento moderno, que ve en el trabajo el alfa y omega de la vida y las vacaciones como un mal necesario.
Como nosotros, incluso más que nosotros, nuestros antepasados se desplazaban mucho. Pero era más por necesidad que por placer.
No eran solamente los mercaderes y los soldados los que se movían. Gente de toda condición, en la Edad Media, emprendía grandes y largos viajes, mucho más agotadores que nuestros saltos de pulga de un aeropuerto al otro.
Del campesino al gran señor, muchos, de un día al otro, eran poseídos por el deseo de ir a recogerse ante la tumba de una gran santo, en Tours, Compostela o incluso Jerusalén. En estos peregrinajes, la motivación religiosa es indisociable de la sed de aventura y de la curiosidad.

Los ingleses inventan el turismo

Durante el Renacimiento, con la emergencia de los Estados Nación y la baja del fervor religioso, los peregrinajes tienden a declinar. Al mismo tiempo, nobles y artistas inventan los viajes «turísticos» o «culturales». Se dirigen a Roma y al resto de Italia, en búsqueda de los esplendores de la Antigüedad. Montaigne nos ha dejado un relato de sus viajes ultramontanos, como luego lo hicieron Stendhal y tantos otros.
Esta práctica se generaliza en el siglo XVIII bajo influencia de los británicos: los hijos de las grandes familias son enviados a Italia –además de Roma, Pompeya se vuelve una etapa inevitable- para completar su formación, es la «gran gira» que, con frecuencia es también ocasión para la jarana.
En paralelo, los británicos inventan el turismo termal. El primer destino es, en Inglaterra mismo, la estación de Bath, maravilla arquitectónica de estilo georgiano, inspirada en los romanos que ya habían desarrollado termas en esta ciudad. La sociedad «decente» se pasea por allí, va al teatro y sobre todo a jugar. Se lanza así a una moda que durará hasta comienzos del siglo XX: la de las ciudades de aguas.
En el continente, la primera estación termal –y la más célebre- es Spa, cerca de Lieja, en las Ardenas belgas. Su nombre va a designar por extensión el termalismo en inglés y los baños de remolino en la mayoría de los idiomas modernos. Desde fines del siglo XVIII, la alta sociedad europea ama darse cita en esas estaciones, siguiendo el ejemplo del emperador José II de Habsburgo Lorena.

Es también en el siglo XVIII –decididamente gran momento de la prehistoria del turismo- que se desarrolla la costumbre de los baños de mar con fines terapéuticos, cuyo gran modelo es Brighton.
A mitad del siglo XVIII, la alta montaña, hasta entonces repulsiva, empieza a fascinar a la Europa cultivada, sensible a las descripciones de Jean-Jacques Rousseau en La Nueva Eloísa.
Al mismo tiempo, otro ginebrino, el estudiante Horace Bénédict de Saussure, se apasiona con el Mont-Blanc, que en ese entonces parte integrante del reino de Piemonte-Cerdeña. Devenido notable, ofrece un premio al primero que haga cumbre.
Es el comienzo de la «carrera al oro blanco».

Turismo con clase

A partir de la caída del Primer Imperio, en 1815, los ricos británicos toman la costumbre de dirigirse en invierno a Hyères o a Niza (de ahí el famoso nombre de Paseo de los Ingleses, a la costanera) para disfrutar de la suavidad del clima mediterráneo.
Arrastran detrás de sí a toda la Europa acomodada, con el auxilio de médicos que consideran que el cambio de aire permite curar más o menos cualquier enfermedad. Cabezas coronadas, aristócratas y rentistas se precipitan a las nuevas estaciones climáticas, termales o balnearias.
Los austríacos gustan de encontrarse en Carlsbad (hoy Karlovy-Vary) o en Marienbad, en Bohemia. Los alemanes prefieren Bad Ems, en Renania, como el emperador Guillermo I°.
En Francia, el Segundo Imperio ve la creación de Biarritz, en el país vasco, estación preferida de Eugenia de Montijo, así como de Deauville, en la costa normanda, de Vichy, en Auvernia, de Plombières, en los Vosgos, donde el Emperador Napoleón III recibe en secreto al ministro piamontés Cavour…
Estas estaciones anuncian una nueva era del turismo: lanzadas gracias a importantes inversiones, se vuelven accesibles a un mayor número de turistas gracias al ferrocarril.
El «tren de los placeres» une París con Dieppe en 1848, el «tren de los maridos» permite a partir de 1871 a los señores salir de París el sábado por la noche, pasar el domingo en Normandía en familia y volver el lunes por la mañana. Mientras que el lujo de la primera clase está reservado a los más ricos, la segunda y la tercera son más accesibles, más aun considerando que los precios bajan progresivamente.
Y el fenómeno alcanza a todas las grandes ciudades.

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