Los legendarios animadores Frank Thomas y Ollie Johnston, dos de los Nueve Sabios que conformaron el círculo de confianza de Walt Disney, rememoraban una anécdota en el imprescindible documental Frank and Ollie (1995): mientras esperaban en un plató de televisión a ser entrevistados, uno de los operadores de cámara les lanzó una mirada hostil y les espetó: “Así que vosotros sois quienes matasteis a la madre de Bambi”. La evocación les servía para valorar la radicalidad de esa película que, en el contexto de la animación dirigida al público infantil, cometió la osadía de hablar de la muerte sin ambages, aunque dando pie a una elipsis tan elegante como implacable. No iba a ser esa la única ocasión en que la animación para todos los públicos abordaría el tema de la pérdida, pero, aun así, no deja de resultar llamativo que Pixar haya levantado una película entera con la muerte como eje.
Siguiendo la lección de Mary Poppins de suavizar con un poco de azúcar ciertos sabores amargos, Coco ejecuta su plan de elaborar una educación para el dolor y la ausencia recurriendo a la festividad mexicana del Día de los Muertos, en cuyo seno el duelo se reformula en celebración convocando un ritual más cercano a lo carnavalesco y vitalista que a lo luctuoso. Precisamente las calaveras de azúcar son uno de los emblemas del ritual. La elección, no obstante, entrañaba los peligros de la redundancia –animadores como Jorge R. Gutiérrez, director de El libro de la vida (2014), ya habían explotado con fortuna ese imaginario- y de una condescendencia políticamente correcta: en tiempos del muro de Trump, una película como esta podría considerarse una reminiscencia de esas películas que el estudio Disney consagró a la política rooseveltiana de Buena Vecindad –¡Saludos, amigos! (1942) y Los tres caballeros (1944)- y que siempre estuvieron marcadas por un folklorismo kitsch.
La película de Lee Unkrich y Adrian Molina logra derribar todo prejuicio: por encima de todo, aquí hay una sorprendente caracterización de personajes –atención a Héctor, picaresco compañero de fatigas del protagonista- y animación sobresaliente al servicio de la dramaturgia –el clímax íntimo sostenido sobre una canción redentora-, pero también invención de lenguaje –el prólogo narrado con banderitas de papel picado- y experimentación de formas –esos alebrijes que parecen sacados de una feliz y reveladora visión de peyote-. Y no hay folklorismo, sino amor y respeto por la cultura popular mexicana.
Fuente: elpais.com