La Habana, Cuba.- La primera persona que me habló de Bigote Gato fue una etnóloga de la Biblioteca Nacional «José Martí», quien me aseguró que el sujeto era un bigotón repartidor de mercancía de mala muerte en Luyanó. ¡Menudo disparate! Más adelante, y tras las investigaciones de rigor, incluí a este asturiano, oriundo de Llamero, Candamo, en Hijos de la Luna, mi diccionario de personaje populares. Había nacido en 1910, llegó a La Habana con catorce años, y tras dar un recital de chistes proverbiales, cantarinas sonrisas y gentilezas eternas empezó a convertirse en una de las quinta esencias de nuestra capital gracias a su boina roja, cabello larga y mostachos de rey…
Estos antecedentes justifican, un poco, mi enorme sorpresa al chocar hace poco, y casi de casualidad, con el bar Bigote Gato, reabierto para alegría de los desvelados en enero de 2014 en la esquina de Teniente Rey (Brasil) y Aguacate, a una cuadra del centro nocturno donde hace años reinó el protagonista de esta historia.
El nuevo establecimiento, que ocupa una vivienda reconstruida del siglo xix muestra un audaz diseño en la piedra dura de su fachada y un techo lleno de filigramas que respeta sus herencias coloniales, tiene un tablado a manera de criolla barbacoa y sus grandes puertas de cedro y multicolores vitales le dan cierto aire de complicidad; no obstante le falta una mayor pintura de época y sus alusiones a Bigote Gato se limitan a algunas pocas foto que no refleja en su totalidad la vida de este sabrosa jodedor criollo, el gurú de los más raros.
Nuestro personaje fundó el primer bar Bigote Gato en 1947 gracias a un crédito que recibió de un carnicero asturiano llamado Alfredo, parco, corto de palabras, introvertido y solterón, a quien, Bigote Gato le presentaba «novias» y le buscaba parejas de baile cuando ambos coincidían a La Tropical y a los bailables de las sociedades españolas.
El lugar, pequeño, íntimo y dado a las más vibrante travesuras, estaba situado en Teniente Rey (Brasil) número 308, esquina Compostela, en plena Habana Vieja. Allí su dueño creó diferentes salones como el de Los Ensueños e inventó lemas propagandísticos muy graciosos que llamaron enseguida la atención de muchos callejeros: «Conozca a Cuba primero, visite a Bigote Gato después». «Un pedacito de nuestra Madre Patria con todos sus productos, una palmera cubana con todas sus costumbres». ¡No por gusto Bigote Gato tenía fama de hiperbólico y excéntrico!
Pronto, su taberna empezó a ser frecuentada por los vecinos de la cuadra, empresarios de segunda, comerciantes de medio pelo, obreros sedientos y muchos artistas de los cabarets y los teatros cercanos que terminaban allí su noche bohemia y farandulera. Por supuesto, nunca fue bien vista en la alta sociedad y ni falta le hacía: tenía muchos abonados entre los farmacéuticos, sastres, joyeros y linotipistas que pagaban una generosa mensualidad y aseguraban, así, su almuerzo diario.
Al bar Bigote Gato concurrían, sí, figuras como el poeta nacional Nicolás Guillén y el artista de la plástica Raúl Puig, quien juró hace unos años en un programa de Radio Progreso haber visto a Ernest Hemingway pedir en su barra una cerveza Tropical 50. Es sabido, además, que Bigote, uno de los reyes de la musaraña y de la libertad de espíritu, fue muy amigo de los miembros de la Orquesta Aragón, de Celeste Mendoza, de Celia Cruz y de otros famosos que lo quisieron con locura.
De igual forma, ponderó mucho el aire señorial del Caballero de París. A tal punto que le asignó una mesa fija que solo estaba disponible para él. El Caballero leí el periódico y tomaba el café mañanero todos los días en su local y a las doce del día almorzaba allí con todas las de la ley.
Rolando Aniceto, autor costumbrista, me contó no hace mucho cuando coincidimos en un espacio de Habana Radio:
«Amigo, su taberna nunca estaba vacía. Los tocinos y jamones colgaban del techo… las botellas de vino estaban por todas partes… aquello era un espectáculo. Se podían comer diversos tipos de pescados, sardinas gallegas de Vigo (según creo, no eran tan “gallegas”) y atún en cantidades industriales. ¡Ah…! inventó tragos como Atila frente a Roma, Espérame en el Cielo y Cuba en Llamas —en su vejez se le ocurrió también uno que eternizó a la cantante Farah María—. Hacía un mejunje destinado a parejas en paro amatorio usando la afrodisíaca raíz de marañón, jengibre, ron, ajo, limón y extracto de cerebro de gorrión, con la adición de las gónadas de gallo joven de cresta enhiesta, “para evitar un efecto contrario”. Todo en él destilaba cubanía».
Por fortuna, en el Bigote Gato, radicó el Club de los Noctámbulos, con su propietario a la cabeza, cuyos socios podían tener entre dieciocho y cien años —«Los locos más cuerdos de Cuba», como los calificó alguna vez Jay Martínez—. La peñallegó a reunir a más de quinientos miembros que debían practicar la decencia, a alegría, la prudencia y el respeto mutuo, incluso, en prevención de posibles broncas, a estos se les prohibió polemizar de política, religión o razas.
Eso sí, siempre se movieron entre el ingenio y el trastorno: eran mitad pacíficos, mitad pendencieros. El Club tiene una suerte de Consejo de Ministros muy singular: el Ministro de Transporte era un chofer de alquiler, el de Salubridad un trabajador de la farmacia de Sarrá y así…
Los más célebres noctámbulos fueron, en primer término, el Caballero de París, el Andarín Carvajal, emblema de los corredores más compulsivos de la capital, La Marquesa, el terror de los porteros de los bares, Juan Cagao, de no muy buen olor, Antonio Álvarez, alias Chapita, Emperador del Mundo, un negro viejo y poco aseado, con el pecho lleno de medallas y un proyecto rimbombante de rescate de la ciudadanía dándole vueltas en su cabeza, y un tal Juan Charrasqueado, con un atuendo charro (más bien parecería un dominguero cowboy tejano), listo siempre para rendirle homenaje al famoso corrido del mismo nombre que cantó Jorge Negrete. Una vez al mes, el clan organizaba una cena erótica a altas horas de la noche, donde se comía lengua estofada, rabo encendido y fruta bomba con queso.
Cuando la taberna agarró fuerza, este señorón del folclor llenó su automóvil de caricaturas de reconocidos humoristas y frases jocosas alusivas a su negocio («Yo soy el rey del caldo gallego». «Único bar donde uno entra cuerdo y sale turulato». «El bar donde puedes comer jamón gallego gratis») y todos los domingos se le veía andar y desandar el Malecón, el Paseo del Prado, la calle Reina, Galiano y otras muchas arterias capitalinas.
El «Cohete de Bigote Gato», como le llamaban a su chevrolet descapotable, siempre estaba repleto de hermosas mulatas y de mozuelos que armaban una algarabía tremenda. Durante los carnavales hacía su show en los paseos dominicales y en 1958 ganó una carrera de «fotinguitos» patrocinada por Lolita Barrio, actriz, locutora y esposa del jerarca televisivo Gaspar Pumarejo. Cuando le preguntaron cómo había logrado tal hazaña enfatizó con ironía: «Porque mi carrito es del 26…», en una clara referencia al Movimiento 26 de Julio de Fidel.
A fines de la década del sesenta, dejó de existir su mundana cantina, la cual pasó al sector estatal, y Bigote Gato, fallecido en 2003, se incorporó al sector gastronómico en la Habana Vieja. Aun así, los verdaderos mitos callejeros nunca dejan de serlo. No por gusto sigue siendo muy aplaudida una guaracha vitrolera de la autoría de Jesús Guerra e interpretada en 1944 por el puertorriqueño Daniel Santos y la Sonora Matancera (Bigote Gato / es un gran sujeto/ que vive allá por el Luyanó / tiene el pícaro / unos bigotes / que ya es de todos la admiración).
Orlando Carrió/Cubasí