La Habana; Cuba.- Arturo Comas Pons, nacido en 1835 en la villa habanera de Bejucal en el seno de una familia de clase media, decide, desde muchacho, ser el primero en todo. Ya cincuentón, participa en el primer juego de pelota bejucaleño efectuado en los terrenos próximos a la Estación de Ferrocarriles de esa vecindad, como revela Manuel Morales en una memoria digital de Radio Ariguanabo, y por este tiempo, se convierte en el artífice de unas singulares aventuras aéreas en las que desborda inteligencia y temeridad.
Para empezar, este Julio Verne caribeño consulta los textos de aeronáutica de sir George Caley y crea, alrededor de 1890, una especie de monoplano de 28 onzas, parecido a un papalote. Para ello une los güines al papel con hilaza, diseña unas aspas de cedro y prepara un motor utilizando la máquina de un reloj reforzado. El resto es asunto de los vientos: el aparatico toma repentina altura y se impacta ruidosamente contra el techo ante las miradas atónitas y los aplausos de los familiares y amigos.
Tres años más tarde, Comas concluye la que será su gran obra: un «velocípedo aéreo» que resulta imperdible para sus contemporáneos, a pesar de tener un dudoso valor práctico. En propiedad, el invento es un monoplano de acero y aluminio que debía mantenerse en las alturas gracias a la fuerza motora de su propio ocupante. Reinaldo Fuentes, de El Habanero, cuenta en el artículo digital «El primer aviador cubano»:
«Concluido el artefactosolo falta probarlo. El farallón de una cantera situada en las afueras de Bejucal es el lugar escogido para ello. Hacia allí se dirige Comas con su velocípedo aéreo. Pretende hacerlo en silencio, como debía ser. No lo consigue. La curiosidad atrajo la atención. Monta el aparato, toma impulso, el vacío y “¡Vuelaaa!”…“¡Vuelaaa!”, exclaman los curiosos, principalmente los niños. La sorpresa es enorme. Aquel hecho inaudito atrapa la atención. Comas pedalea con fuerza, hace un esfuerzo enorme para estar en el aire el mayor tiempo posible. Los ojos del gentío están fijos hacia arriba. Siguen la trayectoria del raro armatoste, que se mueve unos cien metros en redondo y, finalmente, se impacta contra la pared de la cantera».
A partir de entonces, Comas, periodista de ocasión y hasta poeta dominguero, se une a los científicos que tratan de apoyar a los rebeldes cubanos durante la preparación de la Guerra de 1895 con modelos de cañones, rifles, balas, chalecos protectores y metrallas de diferentes géneros. Curiosamente, estas propuestas incluyen bocetos que rozan el disparate como el de un «submarino provisto de ruedas» o un «cañón electromagnético» capaz, en teoría, de bombardear La Habana desde los Estados Unidos. El 25 de mayo de 1893 el bejucaleño le envía una interesante carta a José Martí, delegado del Partido Revolucionario Cubano, la cual pertenece actualmente a los fondos del Archivo Nacional:
«Muy señor mío: Con motivo de haber ideado un aparato que bien pudiera llamarse velocípedo aéreo y que en miniatura me ha dado brillantes resultados; creo de mi deber dedicarlo, antes que a nadie, a mi patria, por lo que me dirijo a usted para ver si tiene a bien ayudarme, para que en mayor escala pueda hacerlo aplicable a las armas de la guerra. Las ventajas que puede proporcionarnos el velocípedo aéreo no creo se oculten a su perspicacia, toda vez que con media docena de ellos se puede arrojar, en medio de la noche, una lluvia de bombas sobre una población o campamento militar con el beneficio del terror que ocasionaría una cosa oculta y desconocida».
Como atestigua Joaquín M. Moreno en 1990 en su reportaje «Aviones para los mambises», de El Habanero, es probable que Martí no haya respondido nunca esta misiva. Tras medio año de espera, Comas recibe un telegrama en el que Félix Iznaga, miembro de la Junta Revolucionaria en Nueva York, le notifica la invalidación de su «velocípedo», por las dificultades en su construcción y mínimas posibilidades de éxito (al final, solo ven batalla unos globos espías norteamericanos, uno de los cuales es derribado por los colonialistas españoles).
Lamentablemente, la mayoría de los conspiradores ven al criollo como un lunático, espía o provocador de los peninsulares, empeñados, a toda costa, en frustrar el reinicio de nuestra gesta emancipadora.
Ante tamaña falta de crédito, Comas viaja a la tierra del Tío Sam en busca de financiamiento entre los exiliados antillanos y, algún tiempo más tarde, le presenta el proyecto al gobierno de Estados Unidos, el cual lo lanza al cesto por falta de un «análisis descriptivo». Sólo cuando la aviación bombardea de manera despiadada las principales ciudades de Europa durante la Primera Guerra Mundial ve cumplida su profecía. En esos años, deja de ser un caricato y es reconocido como un precursor.
Al finalizar la Guerra de Independencia, Comas, de larga trayectoria como ingeniero agrónomo, regresa a la Isla y fija su residencia en la ciudad matancera de Colón. Allí, trabaja como profesor de Agronomía en la granja docente «Álvaro Reinoso», la cual dirige años después. En su época de docente sigue luchando contra lo imposible: diseña e instala un pluviómetro muy novedoso y necesario para sus alumnos y coloca un observatorio astronómico en el techo de la Escuela de Agronomía de Matanzas, donde también colabora.
Siempre se ha dicho que el proyectista, fallecido en 1918, a los ochenta y tres años, ha sido ignorado por los estudiosos de la aviación en Cuba y esto no es del todo cierto. En 1980 el documental «Antes que a nadie, a mi patria», con guión de Omar Felipe Mauri, ofrece detalles sobre su «velocípedo aéreo»; el Museo del Aire exhibe una de las dos avionetas para fumigar que llevan su apellido (Comas 1 y Comas 2), y en 1992 a un prototipo nacional de avión ligero se le da el nombre de Comas.
Los mambises o libertadores cubanos no llegan a montarse en su «velocípedo»; los diablillos de su memoria sí.
Fuente: CUBASI
Orlando Carrió