La Habana Cuba.- La Habana Armandito El Tintorero es un espectáculo en la pelota cubana, una suerte de bandera del paroxismo, capaz de acaparar la atención de miles de mortales —y de fantasmas— en solo segundos.
Él, con su pequeña gran estatura de mulato flaco y canoso, mantiene llena la banda de tercera del habanero Estadio Latinoamericano durante muchas noches, para aplaudir lo heroico o maquillar la falta de bateo o la derrota abúlica de uno de los contrincantes. No obstante, poco se ha dicho sobre sus humildes camisitas de mangas cortas, estremecedor silbato, vozarrón y gafas de miope. Los artículos periodísticos encontrados repiten solo vaguedades y frases rimbombantes. En el ámbito fotográfico pasa lo mismo. Por fortuna, a mi pesquisa se suma Santiago Valdés Valdés, uno de sus hermanos de crianza, quien, a pesar de su enclaustramiento, fogosidad y mal genio, brinda en el 2007 un testimonio lleno de novedades y hechos curiosos.
«Él nació en 1939 y lo dejaron en el torno de la Casa de Beneficencia y Maternidad ubicado en San Lázaro, entre Belascoaín y Marqués González. No se supo quiénes fueron sus padres. Todos allí éramos hermanos sin importar el color de la piel o la procedencia. Se hablan maravillas de la Casa, pero la realidad es que los profesores de Educación Física de la octava compañía nos propinaban maltratos «de padre y señor mío» en los pabellones de mayores y él no se rebeló nunca: era sencillo, introvertido, no buscaba broncas para que no le fueran a dar un «leñazo». Le decíamos, en broma, «el cobarde». En la Casa su único gusto fue el fútbol; no jugó pelota nunca.
«Como es natural, allí aprendimos oficios y Armandito se hizo chofer. Este es el origen del desorden que se formó con su nombre. Él se llamaba Armando Luis Valdés Valdés, apellidos otorgados a los niños de la Casa por fray Gerónimo Valdés, uno de sus fundadores y obispo de La Habana; sin embargo, el abogado al frente del papeleo relacionado con su licencia de manejo le puso equivocadamente… Torres Torres. Esta metedura de pata lo persiguió toda su vida.
«Después del triunfo de la Revolución, se fue a la Sierra Maestra, donde se convirtió en jefe de las brigadas del Plan de los Cinco Picos, por el cual pasaron miles de jóvenes. De ahí, se trasladó al Ministerio del Interior como chofer de un vehículo de comida y empezó a vivir en el municipio habanero de Playa, en un cuarto que compartió con dos hermanos de la Casa. En 1970 entró en la tintorería La Cubana, era el responsable del servicio de plancha. Así nació lo de El Tintorero.
«Desde siempre siguió la pelota rentada de los Estados Unidos y la de aquí. Gesticulaba, hacía escándalos, se proponía saber más que sus amigos. Con los años se volvió agresivo en su pasión. Tenía una diminuta libreta negra. Allí iba apuntando fechas, juegos, récords, fallas… Lo más trascendente en él fue la peña que creó en el Estadio Latinoamericano junto a los hermanos Valdés, a quienes superó siempre en carisma y liderazgo. Cuando regresaba a la casa, muy de noche, luego del partido, era una ruina, no tenía ni voz. Su único amor fue el deporte: sufría hasta con las «cuatro esquinas» del barrio. Si lo sacabas de ahí se moría.
«No se casó ni tuvo hijos. Le gustaba cantar, en su estilo, temas mexicanos, y era modesto, no sabía pedir: le dieron un carrito que pierde en circunstancias oscuras y un esperado apartamento no llegó. Falleció de cáncer en agosto de 2004 a los sesenta y cuatro años. El equipo nacional, victorioso en las Olimpiadas de Atenas, no pudo asistir al velorio, pues su vuelo se atrasó».
Rafael Rofes Pérez asevera en su web Pasaje Deportivo que El Tintorero es una suerte de mago del espectáculo beisbolero. ¡Un volcán! Le basta un gesto… y su equipo «coge la seña»: se mete con los árbitros cuando se producen decisiones debatibles y lidera coros peleoneros: «¡Cuchillero… cuchillero!»; les chilla a los lanzadores y les hace el conteo de protección cuando explotan; obliga a la concurrencia a repetir el nombre de un pelotero tras una jugada extraclase y hasta organiza parodias de los managers en problemas. Tanto es así que sus ideas y voces ardientes aún sobreviven.
En 1999 Armandito preside la comisión de embullo que viaja a los Estados Unidos para acompañar al trabuco de béisbol cubano en su victoria frente a los Orioles de Baltimore, y en el 2003 Aldo Notari, presidente de la Federación Internacional de Béisbol, le entrega una placa conmemorativa que desde entonces distingue su asiento en el Latino, situado entre home y tercera, en la séptima fila, segundo puesto. Allí, este héroe de multitudes festeja a rabiar los dos campeonatos nacionales continuos de los Industriales, se gana el odio de los aburridos y les toca el alma a los irreverentes. En esta atalaya, Pedro Chávez, el jonronero de siempre, devela, el mismo año de la muerte de Armandito, una estatua que lo perpetúa como el Aficionado Número 1.
El Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, la Ciencia y el Deporte le entrega post mortem la medalla Rafael María de Mendive y el gentío anónimo y retozón le regala el galardón de hijo majadero e insustituible. De todas formas, como me insistió Santiago Valdés Valdés, los únicos capaces de calmar a su inquietante espectro son los miembros de su «banda» del Latino, quienes, en vez de dispersarse tras su partida física, eligen un nuevo líder —Benjamín Benito Valdés, otro de sus hermanos de crianza— y con numerosos integrantes siguen armando las tradicionales bullitas en el Coloso del Cerro, amén de planear varias chiquilladas más.
Como me comentó un día Héctor Rodríguez, comentarista deportivo, los secretos del fenómeno que se da con Armandito están en la piel de todos los cubanos: él inmortalizó el sentir del aficionado. Ninguna barra en el mundo fue tan querida por su equipo ni tan admirada por sus adversarios.
FUENTE: CUBASI
Orlando Carrió